No solía perturbarse ni inquietarse el escribano Blas Martínez por ningún asunto, ni persona que acudían a su despacho de los corredores bajos de la plaza alta de la ciudad fortificada de la Mota. La cotidianidad y la repetición de causas con los mismos pleitos o asuntos no alteraban su semblante de bonachón ni su carácter tranquilo. Todo quedaba en la redacción de documentos de vida (testamentos, contratos de bienes, dotes matrimoniales, compromisos de oficios) y conciertos judiciales que acababan la mayoría en un abrazo entre los litigantes. Pero, este día fue especial. Incluso, el escribiente de turno de su despacho se lo dejó en sus manos para que lo resolviera por su maestría y profesionalidad.
Se presentaron ante su mesa muy pacíficos como si no hubieran matado una
mosca dos litigantes de un pleito que había dado con los grilletes en la cárcel.
Por una parte, Cristóbal González Pardo, en su nombre como padre y
administrador de dos menores, sus hijas Ana María y Madalena; por otra parte,
el acusador Rodrigo González.
Como fórmula
ritual a la hora de levantar un documento judicial, el escribano le preguntó su
vecindad:
-Naturales y vecinos de esta
ciudad- contestaron al unísono.
-Lo debo preguntar, pero lo
ratifico, porque os conozco de toda la vida-respondió Blas Cáceres y escribió
en el documento.
Tras una breve pausa, para
rellenar de tinta la punta de la pluma y extender la página, de nuevo le
inquirió el escribano:
- ¿Cual el asunto que os ha traído
a mi escribanía?
-Me he querellado con el
presente Rodrigo González.
-Grave debió ser el asunto-
respondió el escribano.
-Por su culpa me veo en esta
situación, fui culpado en la muerte de mi mujer María la Gorda.
- Tan simple fue el asunto, es
una muerte, a no ser que se encontrara indicios de asesinato- le dijo Blas
Martínez.
-Bueno, le añadió el agravante
de ser madre de mis hijas- interrumpió Cristóbal.
- ¿Pero, por sólo eso, no sería? -cortó el escribano.
-Como agravante, me acusó de
haber provocado su muerte ante la justicia con los malos tratos y sobresaltos
que continuamente le infringía a mi esposa. Decía que sentía desde la calle que
la golpeaba a las primeras de cambio, la tomaba del cuello, le daba continuos
empellones y los gritos alcanzaban a las casas cercanas, porque se lo decían
sus vecinos a Rodrigo. Hasta me acusaba que la tenía encerrada muchos días en
mi casa par que no saliera y no le vieran los cardenales y moratones de su
cuerpo y rostro.
-Es que las paredes oyen
siempre-le refrendó Blas Martínez.
-Es verdad que le causé algunos
sustos, pero llegar a tenerla con el alma en vilo, cortarle la respiración,
y asustarla constantemente es mucho decir. Eran cosas de los matrimonios.
Como las puertas de los corrales solemos tener abiertas nuestros pareceres se
extendían a las casas colindantes cuando los vecinos acercaban sus oídos en su cerca.
-Por eso, debió presentarse en
su casa el alcalde mayor junto con el alguacil mayor, no sería una simple discusión
ni moco de pavo. Sus altercados debían causar un gran revuelo entre la vecindad.
-Le dijo el escribano.
-Ese chivato provocó una escena
vergonzosa ante mis hijas al entrar a mi casa y delante de ellas preguntarme,
con su madre muerta de unos días, y acusarme de esas barbaridades.
-Me han dicho que su esposa
estaba preñada.
-Lo afirmo. Y esta situación
agravó más el asunto- contestó el acusado.
El escribano
recogía todas las declaraciones de Cristóbal. Este insistía que el alcalde le
solicitaba si eran ciertas aquellas acusaciones por las que se le había
imputado. Veía indicios claros que su mujer había abortado en días antes de que
se produjera su muerte. Era vox populi que la muerte e la había ocasionado
aquellos malos tratos, y así lo recogió la autoridad judicial al levantar los
autos. Pero el asunto no debía estar muy claro, porque el que se había
visto envuelto en una nueva querella, fue Rodrigo
González, que lo consideraron un farsante y un mentiroso de modo que dio con
los huesos en la cárcel. Fue a por lana y salió trasquilado. Ahora, se encontraba
en libertad condicionada, pero el escribano ratificaba las últimas declaraciones
con el levantamiento de un auto, en que daban por cierta la información
sumarial hasta tal punto que hasta este día se encontraba preso en la cárcel
real, con grilletes y sin poder salir a su casa.
Parecía como si
el asunto no fuera por asunto de violencia contra su esposa. Incluso Rodrigo
dio fianzas al carcelero y lo soltó de las cárceles. El seguía dale que
dale que lo que había declarado era verdad, pero el escribano le dijo
el motivo por el que lo había llamado de nuevo, era otro. En una sesión
anterior se había presentado ante su escritorio Cristóbal González, a pedimento
de un tal Alonso de Hinojosa. Le había dicho que no le había manifestado la
verdad. Así de claro:
-Mentía como un bellaco y no
declaraba la verdad.
-Pero, se te fue la lengua, ¿no
te acuerdas, Cristóbal?
-No podía contenerme
más-respondió Cristóbal.
-Le zaheriste gritándole
"eres un perro, mal nacido, un hijo de puta, un m “…y hasta te salieron
aquellas palabras de” moro".
-Es verdad, lo dije, pero
también me vi en el calabozo.
-Entonces, ¿a qué habéis
venido?
-De los asuntos de mi mujer,
pelillos a la mar.
-Si es verdad, es un asunto muy
grave.
-Pero, señor escribano, no se
da cuenta de que nos movemos en terreno movedizo, son cosas dudosas, son su
palabra con la mía y tengo testigos que no coinciden con sus acusaciones.
-Entonces, ¿a qué vienen
ustedes?
-Muy sencillo, señor escribano,
estamos de acuerdos que ya hemos pagado en demasía nuestros desafueros
anteriores. Y creemos que no está claro el pleito, nos comen los gastos y las
costas. Somos amigos de siempre. Nuestra amista nunca se ha roto.
-Al grano, Cristóbal, le
pregunto si le dijo moro y mal nacido y todo tipo de improperios que le vino al
caso.
-Ni me acuerdo, señor
escribano.
-No me diga que es
mentira.
-No tuvo culpa Rodrigo González
en las acusaciones de la muerte de mi mujer. Y, si le dije aquellas palabras no
las recuerdo. Más bien, las tuve que proferir ofuscado y apasionado, fuera de sí,
por el pleito que con el trataba de la muerte de mi esposa.
-Aclárese, Cristóbal.
-Le digo la verdad. Le afirmo
con rotundidad que Rodrigo y yo, señor escribano, somos amigos desde que
nacimos y no hemos perdido el vínculo de nuestra sana amistad. Somos como familia. Aún
más, Rodrigo no es un cristiano nuevo, un morisco reconvertido, es un cristiano viejo
de sangre pura.
-Entonces, ¿no tiene defecto
alguno de perro, moro ni malnacido?
-Así como usted muy bien se
expresa.
-Mira, que estas palabras son
muy importantes.
-Usted, lo ha dicho, escríbala
y nos damos un abrazo.
-Se ratifican en quitarse las
querellas.
-Nos ratificamos.
-Pues, juren ustedes estas
palabras que le voy a escribir:
-"Por ser tiempo santo y
servicio de Dios Nuestro Señor, los dichos otorgantes desistimos, quitamos y
apartamos las dichas querellas que tenemos el uno contra el otro, y el otro
contra el otro tienen dadas ni remitimos el uno contra el otro, y el otro
contra el otro tenemos o podamos tenemos y juramos en forma de derecho que este
perdón no lo hacemos por temor a que no les será hecho cumplimiento de la
justicia sino por las causas referidas".
Tras decir estas palabras tanto
Rodrigo como Cristóbal, por sí y en nombre de sus hijas se obligaron a que
no reclamarían este asunto ni se querellarían entre ellos ni proseguirían los
autos judiciales a lo que pedían a las autoridades judiciales desistieran de
este asunto. Lo debían hacer ante vista pública y secreta. También se
comprometieron en partes iguales a pagar todos los gastos.
-Basta con este perdón,
para cerrar el asunto.
-Nos perdonamos
y, como si no hubiera acontecido nada entre nosotros, démonos un abrazo.
-Ni yerba
en el trigo ni sospecha en el amigo- exclamó Cristóbal.
-. No hay mejor espejo que el amigo verdadero- ratificó
Rodrigo dándole un abrazo.
-Cuidado, hay que cumplir con los dichos. Si no lo hicierais,
sabed que las justicias de nuevo emprenderían contra vosotros acciones judiciales.
Fírmenlo. -Acabó de escribir el escribano Blas Martínez.
-No sabemos escribir.
-Que lo hagan los testigos.
-Aquí están, señor escribano el alguacil Ávalos Rosillo,
Francisco de Velasco y Francisco Serrano Extremera.
Salen de las escribanías todos juntos y se
despiden. Cristóbal González atraviesa la plaza alta y baja por la calle del
Postigo a la iglesia de Santo Domingo, donde rezaban ante la tumba de su madre
sus hijas por ella y por su hermanito que no vio a luz. Se cruzan las miradas
con el padre y bajan la vista. No pueden soportar la alegría de su progenitor y
la sociedad injusta que no castigaba aquella sinrazón. Un abrazo y un
perdón envolvían una vida atormentada hasta llegar a la muerte
injusta.
-.
AHPJ Legajo 4646, folios 259 y ss..
Escribano Blas Martínez de Cáceres, 22 de marzo de 1634.
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