TEXTO FRANCISCO MARTÍN ROSALES Y FOTOS JUAN ÁNGEL PÉREZ ARJONA
Era un día de un calor abrasador del mes de julio. No solía acontecer más que en una sola ocasión del año. Le costó a Blas de Cáceres subir a su escritorio de la ciudad fortificada de la Mota. Le esperaba su escribiente Francisco en la puerta refugiándose en el bajo de los corredores de la plaza Alta, porque Él no disponía de llave para entrar al despacho. Nada más entrar el escribano le encomendó a su oficial que sacara contratos de esclavos. Aquella plaza no era un sitio de mercado de esclavitud (contaban que en tiempos de frontera musulmana lo fue), pero se frecuentaban los tratos entre personajes que acudían de Granada, Antequera y pueblos de la Costa como Vélez Málaga para ejecutar contratos de compraventa, generalmente entre un mercader que trasladaba un esclavo de un hidalgo o una autoridad militar que lo había conseguido como botín o merced de sus hazañas. Solían acudir este mismo tipo de personas a la compra en la ciudad de la Mota, y raro era que algunos hacendados o labradores adquirieran la propiedad de un esclavo. Pero los había, así como miembros del clero e, incluso, el abad y su curia. Abundaban los esclavos berberiscos, algún que un negro, y en menor cantidad los procedentes de las nuevas tierras de las Indias. No podría establecer una línea divisoria de sexo pues abundaban tanto hombres como mujeres; y según la edad, tanto niño como mayores, predominando los hombres de edad madura. El oficial bajó de las baldas de la estantería varios legajos que respondían a este tipo de personas, y, clasificó en varios montones por el contenido: compraventa, manumisión, mandatos testamentarios y los que se apartaban de estos contenidos. Colocó uno solo suelto y separado de los demás. No se ajustaba a las secciones de clasificación que solía frecuentar de los actos notariales.
Entre los de compraventa,
los dividió en varios pequeños montones: los que compraban los vecinos de
Alcalá; los que vendían o agenciaban para otros lugares y los que se recibían
de otros lugares sin fórmula clara. Muy frecuentes eran los documentos de
compraventa de esclavos berberiscos. También de mujeres, con nombres
castellanos como Isabel- raro el de origen como Fátima-y de origen
berberisco, a los que distinguían por el color de moreno de moro
norteafricano y su origen siempre de la cautividad de las zonas de las costas
norteafricanas, casi todas rondaban los años mozos, y estaban marcadas como los
animales con sajaduras en la frente y barba y con hierro en un lado de la nariz
y barba. El oficial recogía en un apunte una fórmula ritual para que
le sirviera en el próximo contrato a redactar ". Se la vende por
esclava cautiva, libre de cargas e hipotecas, y otro gravamen, que no había
cometido ningún delito público ni secreto, por donde deba darse castigo, y le
asegura que no es ladrona, borracha, ni fugitiva, ni de mal corazón ni de gota
coral, ni tiene otra enfermedad ni tacha encubierta ni descubierta, y en la cantidad,
en este caso, de 2.400 reales". Lo que al oficial le molestaba, al
escribir las rutinarias fórmulas últimas, que no los consideraban como unas
personas, sino unas cosas de la que adquiría su propiedad el comprador como tenedor de
una finca o una casa. No habían evolucionado de aquel concepto que los
romanos habían promovido de la esclavitud, eran Instrumentum vocale, puras
herramientas que hablaban frente los azadones, rastrillos, amocafres o
martillos, puras herramientas, en este caso non vocale. ¡Que salvajada!
Por otro lado, una vez
acaba la primera tarea de agrupar esclavos con su contrato de compraventa,
colocó varios montoncitos de escritos de esclavos que conseguían la liberación,
los que la compraban y los que la recibían como donación de su vida. En el último
montón, apilaba diversas circunstancias que favorecían a los esclavos en las
mandas testamentarias. Pero aquel legado suelto, se lo había encontrado, por
primera vez, no respondía a ninguna clase de los anteriores documentos. No lo
entendía ni comprendía. Se apartaba de las buenas maneras que habían
caracterizado las relaciones entre los esclavos y sus amos
Era un esclavo del avaro
labrador Juan del Pozo, que había dado con los huesos de su amo en la
cárcel. Corrían rumores por la ciudad que su esclavo, llamado Pablo
Jiménez, no era una herramienta, era una piltrafa humana, un guiñapo, andrajo,
jirón y harapo de persona. No le habían quedado ni los huesos desde que lo
compró a un mercader portugués. No era una rara avis que
intentara armar revueltas entre sus compañeros de esclavitud, ni había
intentado huir de su situación. Emborrachase le era imposible, pues desde
el amanecer su amo lo tenía empleado en las duras tareas de la roturación de
las tierras de su cortijo, donde ejercía de arado humano en lugar de los
tradicionales mulos que araban las tierras. No salía de la cuadra de sus
caballerizas de la casa del señor ni para comer en las pocas horas de descanso.
Era un decir la comida, pues le lanzaba los desperdicios de las viandas de la
cena de la familia como si fuera un pollo de un corral. De noche, para evitar
las fugas lo encerraba en la cueva que cerraba su corral con una gran piedra para
que no saliera y pasara las hora del sueño acostado sobre un montón de estiércol
de los animales domésticos. Su amo le mantenía lejos de la espada y arcabuz,
que encerraba en sus despensas bajo doble llave. Nunca lo dejaba ver y menos
relacionarse con otro esclavo de su nación berberisca, alejándolo de la ciudad,
encerrándolo en su cortijo y prohibiéndole cualquier contacto con el esclavo de
su alrededor.
Cuando el amo lo traía a la ciudad de la
Mota, los vecinos que pasaban por su calle se agrupaban y pegaban los oídos a
la puerta, porque se veían atraídos de los gritos y gemidos que profería
aquella poca alma que le quedaba, porque era constante el castigo de los azotes
que le infringía por cualquier error en el recado que le había
encomendado. Bastaba que se derramara un poco de leche de las ubres de una
oveja, para que la emprendiera a golpetazo contra sus espaldas. Si escupía por
haber contraído alguna enfermedad, le surtía una serie de bofetadas en la cara
que las tenía señaladas con numerosos moratones.
Como lo consideraba por ser
un objeto, Juan del Pozo sabía de sobra que tenía todo el poder sobre
Pablo, pero ya le advirtieron que debía tener sumo cuidado porque lo debía matar,
ni lastimar a menos que tuviera mandamiento del juez lugareño, el corregidor de
la ciudad. Y como cosa trataba de sacarle todo el jugo, hasta que se presentara
la ocasión de poderlo vender, empeñar, hipotecar, usar, -más que usar-,
aprovecharse de la última gota de su sangre, y aún castigarlo. Pero el amo, en
este caso se saltó una regla, que comentaban los vecinos de su calle, que Pablo
podía quejarse ante el corregidor por haber sido tan cruel su amo. Pero el
esclavo no era capaz denunciarlo, le tomaron la palabra otros vecinos. Era inhumano aquel
tratamiento, porque ya habían asimilado que el esclavo era cosa, pero también
persona, objeto de mercancía venal, pero con derechos. Se daban cuenta de que
Juan no actuaban como otros propietarios de esclavos, que protegían
algunos aspectos del quehacer y de la vida de los esclavos y fueron
asumidas y acomodadas al bienestar de los propietarios. Muchos hidalgos alcalaínos,
señores de esclavos dieron un trato benevolente pero este se salió del
plato, fue un cruel amo y le proporcionó un trato inhumano. No esperaban mucho
de la autoridad, porque ley escrita es una cosa, y su aplicación es otra: dudaban
de la postura de la justicia en este caso, que tenía el control y de la
actividad en proceso judicial.
Pero no pudo aguantar más un
vecino, el abogado Juan Sánchez Ayllón que acudió ante esta escribanía. Y en
este momento se encontraba el pleito. Se querellaba con Juan de Álvaro por los
malos tratos que había infringido al esclavo Blas Jiménez. Lo había
vestido desnudo, sin hato alguno cuidando del ganado de su señor al
mediodía del mes de julio con una temperatura que derretía hasta lo más pintado en
lo alto de las peñas de la dehesa. El corregidor entró en el asunto e
inmediatamente encarceló al amo por los malos tratos haciéndose eco de la
querella.
Inmediatamente, Juan del Pozo puso en
marcha su maquinaria de defensa e hizo llamar a su sobrino Bernabé de
Alcalá. Vino a mi alcaldía y firmó este documento que se apartaba de los
otros montones. Se comprometía dando fianzas para sacar a su tío de la cárcel y
devolverlo ante la justicia en el momento que lo reclamara. Unos días después
el abogado Ayllón se cercioró de que Juan del Pozo tenía confiscados sus
bienes. Manifestó que atendiendo que era tiempo santo de Semana Santa y Pascua y le habían pedido muchos vecinos que perdonara a Juan del Pozo. Le exigió que le pagara para conseguir su libertad. Así lo hizo del
Pozo. Pagó los maravedíes que le exigieron el corregidor, el alguacil, el abogado y
el escribano y se puso a su disposición de la justicia, según le leían los
articulados de las ordenanzas legales, al mismo que conseguía el abogado
eximirlo de las causas civiles y criminales.
El escribano despidió a Bernabé, al
corregidor y al alguacil. Atravesaron la plaza y se adentraron en la Cárcel
Real, Los esperaba su alcaide y le presentaron el fallo del corregidor.
Inmediatamente, Juan del Pozo subió de la estancia de la bóveda estrellada de
ocho puntas por las escaleras de caracol. No hacía sino maldecir a Pablo
Jiménez y a su defensor. Abrazó a su sobrino y marchó cabizbajo a su casa. Por
las ventanas de las tiendas y casas de las Entrepuertas asomaban sus cabezas
los vecinos de la Mota. Y se escucha:
-Poco ha durado en la cárcel este pájaro. ¡Pobre
de Pablo! Con la mala saña que tiene este monstruo.
- El les respondía por lo bajo. Hemos hecho partomano.
- Cuidado, que lo he hecho, no por temor de que la justicia guarde todo lo estipulado y con la advertencia que recaiga sobre tí , si fallares en el partomano.
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